Kafka mata Breton – La bici – LVIII

A lo surreal y a lo kafkiano se les toma con frecuencia como sinónimos. Ambos se consideran términos iguales al caos. Usted, lector preclaro, sabe que no hay nada más falaz. Cuando alguien con total frivolidad comenta «eso fue surreal» lo que nos está tratando de decir es que le pasó algo muy extraño. Por otro lado, cuando alguien describe a este país como kafkiano a lo que se refiere es a lo incoherentes que podemos ser. Lo surreal y lo kafkiano no tienen nada que ver con el uso que la gente les da a estas palabras, yo hasta podría considerarlas como antónimas. Vamos aclarando las cosas.

El surrealismo significa súper-realismo [y no sub-realismo]. En un intento por apresar la vida entera, los surrealistas incluyeron en su quehacer elementos vitales que habían sido con frecuencia obviados por movimientos artísticos anteriores. Estos elementos son lo onírico, lo simultáneo y lo espontáneo. Para dar un ejemplo veamos esta proposición: Un peatón se dirige con prisa a su trabajo. Hasta aquí llegaría el escritor realista del siglo XIX. La proposición es clara y no hay contenido emotivo de por medio. Es —casi— todo un estudio sociológico. Un surrealista en cambio nos relataría que esta persona, al mismo tiempo que corre al trabajo, piensa en la renta que debe pagar, ve las piernas de la rubia que acaba de cruzar la calle, tropieza con un perro faldero y siente un hueco en el estómago que le recuerda que esa mañana no pudo desayunar. El objetivo del surrealista es expresar todo esto con toda su simultaneidad y desde el punto de vista del peatón. No podrá negar usted que la experiencia estética que se obtiene es fantástica; pero al observador o lector no entrenado una obra edificada sobre estas bases le parecerá incoherente. Y aquí es en donde empieza la confusión.

En la esquina opuesta está Kafka. Kafka, antes que nada, era una buena persona perdida dentro de su ingente laberinto. Su tiempo estuvo marcado por la explosión desmedida del aparato burocrático estatal y la anulación que éste ejercía [y aún ejerce] sobre el individuo. Sus relatos cortos y novelas más memorables, como El castillo, El proceso y La metamorfosis, se caracterizan por el permanente conflicto que tienen sus personajes con un ente ubicuo, caprichoso, desconocido y omnipotente que podemos llamar Dios o Estado. Sus historias gozan de otra particularidad: no tienen una resolución en el sentido tradicional y ni siquiera sugieren un final abierto, como Joyce lo hacía, dando la impresión de haber sido abandonadas por su autor. El efecto que esto provoca en el lector es el mismo que experimentó Kafka ante la vida misma: al final se siente uno perdido y sobre todo frustrado. Y aquí es en donde la confusión del lector no atento se consuma.

Para ir enmendando un poco tanto desasosiego podremos resumir que mientras el surrealismo es Dalí, Éluard, Remedios y García Lorca, lo kafkiano se parece más a Hitler, a Stalin y a Mao. Uno es libertad, sueño y sorpresa; el otro es previsibilidad, pesadilla y tragedia.

Cuando Breton calificó a este país como surrealista, muchos pensaron que este francés nos estaba insultando; en realidad nos dirigía su mejor halago. Imagine usted que llega en barco a un país desconocido allende la Mar Océano. El puerto que lo recibe se encuentra infestado no sólo de pintorescos viajeros sino de una pléyade de vendedores que comercian con chicles, artesanías policromadas, ropa, juguetes de madera y hasta sombreros. El viajero sabe que en este país habita un gordo inmenso y mal encarado al que normalmente se le ve acompañado por una señora delgada y bigotona. Estos dos personajes son talentosísimos artistas plásticos y ¿por qué no? miembros destacados del Partido Comunista Mexicano. Un poco más allá de todo el gentío, lo espera sentado en un restaurante abierto a las brisas del mar un güero de cabello quebrado y mirada azul que compone poemas como el mismo Verlaine. A ese güero, que lleva consigo los recuerdos de una guerra civil en España y de la casa en Mixcoac de su abuelo, lo acompaña un ruidoso trío de querreques que rasga sus guitarras y sus gargantas en medio de alegrías y desamores. Perros hambrientos y con sed olfatean insistentes todo lo que se les cruza. El olor del pescado se mezcla con el del café recién hecho y con el espeso ron que lo acompaña. Usted ha llegado a México, un país alegre, vigoroso y a su manera libre; a México, país de máscaras, país-cadáver-exquisito en perpetua gestación; a ese país que el Sr. Bretón, nuestro viajero, calificó con tino como surreal.

El México contemporáneo ha perdido mucho de ese espíritu. Se ha alejado de Breton sólo para acercársele a Kafka. Hace un par de semanas, cuando salía de casa rumbo al trabajo, me encontré en el buzón del correo una carta azul del SAT. Mi nombre estaba estampado en él y de inmediato lo abrí. Era un requerimiento exhortándome a presentar mi declaración anual del 2008. No tengo que decirle a usted que esa declaración la presenté «en tiempo y forma». Con seguridad tendré que ir a perder una mañana entera de mi valioso tiempo, sino es que el día completo, para aclarar el asunto. Al salir de la casa encontré dos cráteres nuevos en la calle, para mi fortuna los pude evadir con solvente maestría. Un poco después, me topé con una inusitada cantidad de tráfico antes de llegar al primer semáforo. Resulta que éste se había descompuesto y los automovilistas lograron trenzar con sus coches un perfecto nudo gordiano. Unos metros más adelante estaba estacionada una patrulla de la policía de tránsito. Dentro de ella comían sendas tortas de tamal dos policías; parecía importarles muy poco el caos que se había organizado frente a sus narices. En el cruce de Avenida Revolución y Barranca había una muchedumbre que se manifestaba, bloqueando los cuatro carriles de uno de los sentidos de la revolucionaria avenida. Esta turba de manifestantes, por supuesto, estaba siendo protegida por 6 policías y dos patrullas, no vaya a ser que les fuera a pasar algo malo. Antes de llegar a la oficina, un camión del transporte público decidió cerrarme el paso pasándose un alto. Como si fuera necesario para rematar su temeraria maniobra, el chofer me insultó. Nada más hube llegado a mi trabajo me enteré que un par de minutos antes se habían presentado dos funcionarios de Protección Civil. En esos dos minutos notaron que el cartel que señala la ruta de evacuación de la planta baja debía ser movido 10 centímetros hacia la izquierda del lugar que actualmente ocupaba. Sólo por eso fuimos acreedores a una multa de mil pesos que debíamos liquidar cuanto antes. Si no cumplíamos con este mandato se tendrían que ver en la penosa necesidad de clausurar el negocio. Esto, para que usted vea, es muy kafkiano.

Creo que ahora sí no hay lugar para confusión alguna.

Acerca de Enrique Boeneker

Soy aficionado a una bola de cosas. Peco, es verdad, de disperso. Ésta es una más de entre todas mis aficiones. Ver todas las entradas de Enrique Boeneker

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