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Los cómplices – El mundo desde mi bici CXXXVI

¿Qué diferencia hay entre un maestro común y silvestre y uno bueno? El buen maestro es ante todo un cómplice. Alguien que no enseña, sino que fomenta el interés, el razonamiento, la curiosidad. Maestros buenos en el mundo, por ende, no hay muchos.

Emulando a Jorge Ibargüengoitia, uno de mis cómplices involuntarios favoritos, hablaré hoy sobre algunos buenos maestros que he tenido.

En este oficio de la escritura, no oculto que entre mis más señeros preceptores, además de don Jorge, están G.K. Chesterton, Ricardo Garibay, Guillermo Sheridan y Germán Dehesa. Admiro en ellos su capacidad para ejercer con puntual impunidad el más filoso de los sarcasmos y la facilidad que poseen para arrebatarnos, a través de sus textos que narran situaciones dignas para hacer llorar a cualquiera, una sonora carcajada.

En alguna ocasión, tuve la oportunidad de ver en persona a Germán Dehesa. Fue en Plaza Loreto, afuera de su restaurante. Salía de él despreocupado y me lo topé de frente. De la emoción que me dio al reconocerlo, sólo atiné a decir balbuceante “Buenas tardes, don Germán.” Recuerdo que hizo una leve reverencia, a manera de saludo, y escapó de mí con paso apresurado. Seguro temió la entrega de un pesado manuscrito para que lo comentara o, al menos, la solicitud de un autógrafo con sentida dedicatoria. El maestro Dehesa escapó y no lo volví a ver jamás a pesar de que siempre quise ir a una de sus representaciones picarescas que hacían referencia, con particular tino, sobre la situación política mexicana del momento.

Le comentaré ahora sobre el más cómplice de mis escasos cómplices.

En 1981 entré a la preparatoria. En ella se estilaba, como aún ahora, ir de “gala” el primer día de clases. “Gala”, para nosotros, era ponernos un saco que nos quedaba chico y anudarnos —con minuciosa torpeza— una corbata alrededor de una camisa que debía ser blanca, pero que en realidad era gris.

Estaba, pues, en plena inauguración del curso escolar, cuando un compañero, que por cierto no iba vestido de gala y que sobresalía sobre todos los demás no por su casual vestimenta sino por su estatura, le dio una tremenda palmada en la espalda a una persona bajita, bastante enclenque, que llevaba un traje impecable, unos grandes anteojos de pasta pasados de moda y una corbata cuyo nudo sólo pudo haber sido hecho por un lord inglés.

Mi compañero, le espetó:

—¡Qué! ¡Tú eres de los mamones que viene de traje el primer día de clases!

El bajito enclenque se acomodó con fastidio los anteojos y miró muy serio al grandote.

—No. No soy de los mamones que vienen de traje el primer día de clases. Soy tu maestro de literatura.

Woody Allen le apodamos.

A pesar de su aspecto físico, Woody Allen tenía una gran personalidad, la magnífica facultad para hablar en prosa y, a través de ésta, maravillar en sus clases de literatura española a una bola de trogloditas como nosotros.

Como a todos mis ascendientes literarios, al profesor Allen también le gustaba practicar el sarcasmo.

A mitad del curso, durante una de sus clases, me descubrió platicando con mi compañero de banca. Planeábamos con anticipación las festividades del fin de semana. Don Woody me atajó:

—¡Usted! ¡El de atrás! Su apellido es Boeneker, ¿cierto?

Apenado por haber sido descubierto en falta en una de sus clases, asentí nervioso.

—¿Su padre es alemán?

—No, profesor —contesté. —Mi bisabuelo fue el alemán.

—Ahora entiendo. Bien. Ya que usted tiene tanto que decir como para interrumpir mi clase y el aprendizaje de sus compañeros, le pido, Sr. Boeneker, que en un mes usted y su entusiasta interlocutor me presenten un ensayo de cien cuartillas sobre la fundación del Estado de Israel.

 

Si quiere saber más sobre los ensayos fallidos, le invito a que se dé una vuelta por aquí, el próximo miércoles en punto de las 8 de la noche.