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Sobre las tertulias y otros descubrimientos – La bici LXIII

Se dice que el origen de la palabra tertulia viene de Tertuliano, cartaginés padre de la iglesia católica. Lo poco que sabemos sobre él nos ha llegado a través de otras fuentes, ya por sus contemporáneos, ya por los posteriores comentadores de su obra. Ellos nos informan que se convirtió al cristianismo en edad adulta, que fue un gran teólogo y que dejó varias obras de prestigio, de las cuales el tiempo y la política eclesiástica se encargaron de desaparecer. Se dice también que Tertuliano fue un gran polemista. Para muchos esto, que es tan poco, no justifica la relación de su nombre con estas reuniones informales pero eruditas entre colegas. Sin embargo, los que están en contra de esta posibilidad tampoco aportan un dato incontrovertible que demuestre la validez de su opinión. Fijar el origen de esta palabra por el nombre del cartaginés, en cambio, tiene sus virtudes. La primera es la más que evidente similitud entre ambas palabras. Otra, que en ellas el ingrediente más sabroso es la polémica. Otra más, que los miembros que las organizan deben poseer al menos cierta erudición. Mas hay un tercer aspecto que escapa a toda obviedad: las tertulias son ante todo conversaciones y, como todos lo sabemos, a éstas se las lleva el viento, tal y como sucedió con las obras del cartaginés. Sólo esto último podría justificar el atinado bautizo.

Sobre la celebración de las tertulias, en cambio, sabemos mucho, al menos en apariencia. Un amigo dijo que si alguien parece ser es por que es. No hay español al que no le guste discutir. Tampoco hay latinoamericano que no disfrute de estar siempre en desacuerdo. La tertulia es el más sublime reflejo de esta vocación. Hace quinientos años, Lope de Vega y el Manco de Lepanto (si no sabe quien es, se lo dejo de tarea) asistieron con regularidad a La academia selvaje (no es error tipográfico, así se llamaba, selvaje, porque el que la inauguró, un tal Silva, así le puso). Esta “academia” no era sino una famosa tertulia en donde se discutía lo pertinente del hipérbaton y de la hipérbole. El Bilis Club fue presidido por Leopoldo Alas “Clarín”: sus integrantes eran tan estrictos en su crítica literaria que hasta los malos chistes se sancionaban con severidad. Una de las más divertidas, sin duda, fue la de Valle-Inclán. La más reciente y próxima a nosotros, tal vez, haya sido la que organizaba hace algunos lustros Roberto Bolaño en el Café La Habana, establecimiento que aún se encuentra en la esquina que forman las calles de Bucareli y Morelos. Aunque muy popular en los países hispanos, la tertulia encontró arraigo en otras culturas, como la francesa. Me queda claro que con la emergencia de las vanguardias de finales del siglo XIX y principios del XX, los franceses la adoptaron por necesidad.

Hace catorce años conocí la Ciudad Luz. Como todo turista, me atrajo hacia ella su historia, pero sobre todo la posibilidad de ser parte de ésta. En París se concibieron el Estado moderno, la Ilustración y un sinnúmero de movimientos artísticos. No sólo eso, aunque opacada por Nueva York París sigue siendo una capital cultural activa y palpitante. No era difícil entonces tener la posibilidad de toparse cerca de la Place Vendôme con José Saramago o con Javier Marías. Esta necesidad por ser parte de la historia me llevó a buscar el café definitivo, aquél en donde los personajes más importantes de la filosofía y las letras contemporáneas se habían dado cita para formar sus célebres tertulias. Una prima que tiene manías similares a las mías me informó que el lugar que yo buscaba era el Café de Flore, sito cerca de la iglesia de Saint Germain de Prés. Lo encontré en el mapa de inmediato y al día siguiente lo fui a visitar. Sabía que los propietarios de este café dispusieron fijar placas con los nombres de sus famosos comensales justo en las bancas y sillas que ellos ocuparon. Esto le da al imberbe turista la posibilidad de sentarse exactamente en el mismo lugar en el que algún día se sentó Ernest Hemingway, por ejemplo. Por mi prima también me enteré que en el Flore se dieron cita André Bretón y sus secuaces surreales y que ahí mismo, muy probablemente, redactaron entre todos su manifiesto. Antecedieron a los surrealistas nada más ni nada menos que Mallarmé, Verlaine y Rimbaud, y los sucedieron Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Hay versiones que insisten que al Flore a su vez fueron Ernesto Sábato, Picasso, Dalí y Octavio Paz, por sólo mencionar algunos. Usted me concederá que es un lugar que no se puede dejar de visitar. Cuando llegué al Café de Flore mi decepción no pudo haber sido más grande: un local enorme, hiperiluminado, sin chiste y sin letreros en sus bancas o sillas. Además el lugar lucía desierto. Ante este pobre espectáculo salí de él de inmediato y desconcertado me puse a caminar con rumbo a una plaza vecina que lucía muy mona a pesar del invierno. Esa plaza muy mona es la bien conocida Place de Saint Germain de Prés en donde se ubica otro café, el Les Deux Magots. No sé qué fue lo que me obligó a entrar en él, le aseguro que no era su aspecto, que no dista mucho del de Flore. Cuál fue mi sorpresa cuando ahí encontré las bancas y las sillas rotuladas que andaba buscando. ¡Había dado con la verdadera catedral de las tertulias! No me pude sentar en donde lo hizo Rimbaud, una vieja altiva ocupaba su banca. De hecho no me pude sentar en ni un lugar marcado. En verdad poco importa, ya que me permití compartir el espacio y el tiempo con un pléyade de distinguidos fantasmas. Por supuesto esta experiencia tiene su precio: el café en Les Deux Magots no es caro, sino lo que le sigue.