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Los libros, su uso – El mundo desde mi bici C

librosNo es un secreto que tengo una relación amorosa con los libros. Sería muy fácil decirle que esta relación ha existido desde siempre. No lo haré porque no es verdad. Como la mayoría, empecé a leer en serio mucho después de haber aprendido a hacerlo en la escuela. Como también todos, empecé con este vicio cuando me atreví a leer mi primer libro por puro gusto. La lectura, me es necesario precisarlo, es como las mujeres: uno cree que las corteja cuando en verdad son ellas las que deciden si quieren ser cortejadas o no. Después de conquistada la primera lectura me fue fácil encontrar otras. Me gustaban las historias policíacas, la ciencia ficción, la parapsicología y los ovnis (si leyó bien, muy poca literatura y mucha patafísica). Después frecuenté los triángulos amorosos, las intrigas políticas y las conjuras universales. Ya con mayor uso de razón, me arrimé a las vanguardias y traté de sacarle sentido al sinsentido filosófico. Ahora me preocupo menos por la dialéctica entre fondo y forma y me interesan más sus interrelaciones, amasiatos e incuestionables coincidencias.

Desde siempre me he preocupado por tener al menos un libro a la mano. Para mí, se hace ahora más que evidente, la lectura es un acto vital y estoy seguro que ella representa lo mejor de la naturaleza humana. Debo hacer sólo una precisión adicional. Siempre he sido un lector hedónico, aunque ahora soy más tolerante con los libros que no me cuadran. Al principio, los libros que no me gustaban los abandonaba o los regalaba. Hoy en día los conservo para una mejor ocasión. Tal vez dejándolos macerar por un tiempo hallen mejores ojos que les hagan justicia. Usted pensará con justa razón que con tan subjetiva y elusiva regla es fácil que mis lecturas caigan en la monotonía. Déjeme decirle que no ha sido así. Al contrario. Este sistema me ha permitido leer con gozo una gran variedad de libros.

Me encuentro ahora con que este no tan secreto vicio que me aqueja al parecer es un atavismo. Ya me he quejado con usted varias veces sobre la declinación general en los hábitos de lectura. Sabemos que los medios electrónicos han desterrado los libros de nuestras casas y de nuestras escuelas. En algunos casos, su única función es la decorativa: la Enciclopedia Británica, opinan muchos, viste muy bien los cuartos de estudio. Antes de que esta hecatombe cultural ocurriera, los libros eran el centro de la vida de muchas personas. Se leía mucho por simple entretenimiento, sí, pero al leer se ejercitaba la inteligencia y se incitaba a la imaginación. No sólo eso. El libro fomentaba grupos de lectura y tertulias animadas, e invitaba a familiares y amigos a representar sus propias obras de teatro. Dicen los historiadores, para azoro de todos nosotros, que en vez de campeonatos de popularidad, como el infame Big Brother, había torneos de poesía. El mundo no era mejor, ciertamente, mas esto derivó en los avances científicos y tecnológicos que hoy disfrutamos. Si no me cree, vaya a preguntarle a Julio Verne, a ver qué le cuenta.

Leer es una experiencia que muchas veces podemos equiparar con un deporte extremo. La lectura nos permite experimentar un montón de cosas. Sería una tragedia para usted si no se ha dado el gusto de pelear al lado de D’Artagnan, sufrir la pérdida del padre y la traición de la madre con Hamlet, ver París con los ojos de La Maga, viajar con Phileas Fogg, imaginar ser un gallardo caballero junto con Alonso Quijano o resolver los casos más difíciles con la iluminadora ayuda de monsieur Dupin.

Es tan divertido todo esto que, cuando tengo que hacerle un regalo a un familiar o a un amigo, lo primero que se me ocurre es darle un libro. Obsequiar un libro significa para mí regalar el universo. Infortunadamente me he dado cuenta también que no todo el mundo lo ve de esta manera.

Hace poco más de 20 años decidí regalarle a un buen amigo, al que llamaré SS, un buen libro para su cumpleaños. Busqué uno que le interesara, que lo atrajera al mismo mundo en donde yo llevaba años capturado, un libro que incendiara nuestras conversaciones inyectándoles ingenio y novedad. Creo que es necesario aclarar que el buen SS no leía. Decía que lo único que le gustaba leer era el Fantomas (pero no el de Cortázar, sino el Fantomas así nada más). En aquellos días nos frecuentábamos a menudo y cuando lo hacíamos arreglábamos el mundo y descifrábamos el universo. A los dos nos gustaba discutir sobre política, como todos los párvulos: a veces él tomaba por la izquierda y yo me iba orondo por la derecha para luego ambos cambiar súbitamente de ideología; lográbamos así que nuestras discusiones crecieran con total libertad por los senderos de la incoherencia más absoluta. Creí entonces que debía regalarle La guerra de Galio, ese inteligente y muy legible libro de Héctor Aguilar Camín, en donde nos relata tangencialmente, como lo hacía el buen Luis Spota, el golpe de mano que sufrió el Excélsior durante el régimen de Luis Echeverría.

Llegó el día de su cumpleaños y le di ese libro. Lo primero que hizo al recibirlo fue calcular sus dimensiones: midió con ojo de ingeniero civil su espesor. Alcanzaba, para sorpresa de propios y extraños, las dos pulgadas y media. Después lo tomó con ambas manos y lo sopesó. Sonrió con franqueza y me abrazó agradecido. Le platiqué muy someramente de qué trataba la novela y me prometió que la leería para luego comentarla en detalle conmigo.

La semana siguiente había un importante juego de futbol. SS me invitó de nuevo para ver el partido. Al llegar a su casa me recibió con una cuba bien servida y una sonrisa franca: “¿Listo para el partido, mi Boeneker?” “¡Súper listo!”, contesté con el mismo entusiasmo. Me pidió que le ayudara a sacar de la recámara el pesado televisor (entonces no existían las pantallas planas)  para después llevarlo a la sala. Cuando entré al cuarto, encontré que el infame aparato estaba sobre un pequeño mueble desvencijado al cual le faltaba una de sus patas. Haciendo la función de improvisado apuntalamiento estaba, por supuesto, la novela de Aguilar Camín que la semana anterior le había regalado. Su espesor medía exactamente lo mismo que la pata faltante. SS soltó una risita nerviosa y me dijo: “Buen regalo, mi Boeneker, de veras que me ha sido muy útil.”

 

Si quiere seguir leyendo las cosas de este escritor que no olvida, lo invito a hacerlo el próximo miércoles en punto de las 8 de la noche, aquí en De la tierra nacida sombra.


Guía para ser un político popular – El mundo desde mi bici XCIX

Abrazo de Acatempan - Ilustración de El Diario de Coahuila

Abrazo de Acatempan – Ilustración de El Diario de Coahuila

La postmodernidad descubrió que la modernidad era mentirosa. La ciencia económica es la hija predilecta de la modernidad. Nació, según esto, para cifrar su progreso. Para ello la economía inventó los siguientes artefactos adivinatorios: el Producto Interno Bruto, la Balanza de Pagos, el Índice Nacional de Precios al Consumidor y algunos otros que he olvidado. Para verificar su eficacia pongo como ejemplo, para no variar, mi país. México, hasta antes del sexenio en curso y por casi 16 años, logró cifras de una economía sólida calculadas gracias a los métodos que establecen estos indicadores económicos. A la comunidad internacional se le enrojecieron las palmas de las manos de tanto aplaudir la sobriedad de la política económica mexicana. A pesar de esto, en todos estos años la pobreza no disminuyó y lo que quedó de la clase media se convirtió en clase más bien tirándole a baja. En lo que va de este sexenio, el gobierno decidió mandar todo al caño y logró con muy poco esfuerzo crecimientos cercanos al cero por ciento, que muy rápido formaron nuevos y más grandes hoyos en los bolsillos de los mexicanos. Es entonces evidente que nuestros indicadores no muestran la realidad, sino que demuestran lo poco práctica y arbitraria que es a veces el álgebra.

Hoy en día se proponen indicadores alternativos que reflejen mejor esa realidad a ras del suelo. En un país del Lejano Oriente inventaron el Índice de Felicidad. Venezuela lo adoptó casi de inmediato y los resultados fueron contundentes: los venezolanos son completamente felices. Los que saben un poco más sobre este tema opinan que para medir el grado de desarrollo de un país podríamos utilizar dos parámetros más prácticos: ver quienes usan el transporte público y estudiar la diversidad de opciones que propician la prosperidad en un país determinado.

El primer indicador es facilísimo de medir. Sólo hay que subirse a un “colectivo” o al metro y ver el tipo de personas que usan estos medios de transporte. Si encontramos ahí gente no tan pobre, rica y de clase media quiere decir que el país no está del todo mal. Para calcular el segundo índice, que podremos llamar el Índice de Posibilidades Reales para Hacerse Millonario (de ahora en adelante el IPORHAM), se requiere de un poco más de investigación. Si estudiamos el caso de los Estados Unidos, por citar un ejemplo clásico, nos daremos cuenta que uno se puede hacer millonario como inventor, empresario, científico, deportista (aquí varias opciones, desde béisbol hasta hockey sobre hielo), ejecutivo, vendedor, operador de bolsa, chef de cocina, escritor (¡!), actor/actriz, músico (¡!), locutor de radio, blogger (¡!), ganadero, agricultor y otros oficios más que se me escapan. En México, por citar otro ejemplo clásico, se pueden hacer millonarios los futbolistas y los políticos. Presiento que el IPORHAM, de adoptarse formalmente, puede ser un buen indicador.

Ahora hagamos un pequeño cálculo de probabilidades sin quebrarnos mucho la cabeza. Como en la Liga MX sólo hay 18 equipos y viendo que muchos jugadores no sueltan su puesto aunque estén por cumplir 50 años (de edad o de jugar, qué sé yo), las posibilidades de hacerse millonario en este rubro son muchísimo menores a las que en cambio ofrece la política. Como político uno puede acceder a numerosos puestos en los congresos locales y el federal, los tres niveles de gobierno ejecutivo, el poder judicial, los sindicatos y las dos televisoras. Estamos hablando de al menos una decena de miles de oportunidades. Se concluye que para sobresalir en estos tiempos de revoluciones redivivas es necesario convertirse en un político popular para poder ser millonario.

Antes que nada hay que parecer un político jovial, atlético y de aspecto pulcro. Es necesario, sí, parecer galán de telenovela. Si usted aparte logra casarse con la actriz de moda, mejor todavía. No importa si usted gobierna un lejano estado del sureste mexicano.

Como en México rara vez se lee, es muy importante que el líder político tampoco lea, de lo contrario se arriesga a pecar de intelectual, y ya sabemos que a los intelectuales no se les quiere mucho.

La forma en la política es el fondo. La política es un juego de espejos y símbolos. Más que el pensamiento o la ideología, los ademanes del político deben ser claros y demostrar su solvencia y liderazgo. Para lograr esto se recomienda cuidar los siguientes aspectos:

Los abrazos. Hay tres tipos de abrazos: el abrazo con reverencia, el abrazo ante un público exultante y el abrazo en corto. El abrazo con reverencia se usa para agradecer a los miembros del Honorable Comité Central del Partido. Consta de cruzar los brazos sobre el pecho y tomar con las manos los hombros. Esto irá acompañado por un número indeterminado de ligeras reverencias en señal de sentido agradecimiento. El abrazo ante un público exultante consiste en abrir los brazos lo más posible y girar las palmas de las manos hacia el cielo para recibir la unánime ovación del pueblo de forma abierta y humilde. El abrazo en corto no es un abrazo como el que le daría a su compadre el día de su cumpleaños. El abrazo en corto es casi estrecho, pero cuidando siempre de que medie una distancia prudente, digamos de unos 20 cm, entre el cuerpo del abrazante y el cuerpo del abrazado; además es respetuoso y no descuida las debidas distancias políticas. Este tipo de abrazo se tiene que evitar a toda costa si el par político a abrazar es una mujer. Ella apreciará su agradecimiento por medio de un simple apretón de manos. No queremos que la prensa hable mal de nadie, ¿verdad?

La mirada. La mirada del líder político no tiene nada de terrenal. Los políticos creen saber cosas que nosotros ignoramos y, por lo tanto, es necesario que sepan transmitir esta sabiduría ultraterrena a través de sus ojos. La forma más socorrida es la del Gran Estadista. También, siendo francos, es la más fácil de hacer: sólo hay que ver hacia el horizonte como si se estuviera viendo al brillante y promisorio futuro cara a cara.

El caminar. Cuando el líder político camina lo hace con soltura, sin forzar el paso, y esto debe hacerlo a una velocidad considerable, evitando que sus colaboradores le den alcance. Así demostrará que está siempre un paso adelante de todos.

Los discursos. Bueno, para eso están los apuntadores electrónicos, ¿qué no?

Nos vemos el próximo miércoles en punto de las 8 de la noche aquí, en su blog De la tierra nacida sombra. Tal vez haya sorpresa o tal vez no, porque la que sigue será la Bici número 100.


La educación, su urgencia – El mundo desde mi bici XCVII

El problema es la falta de educación. Al menos esa es la conclusión a la que siempre llegamos cuando nos ponemos a arreglar el mundo.

En las sobremesas o en las reuniones, el afán por arreglarlo todo empieza cuando a algún desadaptado se le ocurre comentar el estado general de la economía. La plática, cual péndulo, se mece por varios minutos entre la pertinencia de las leyes fiscales y las políticas más adecuadas para reactivar la arterioesclerótica economía. Ya entrados en estos gastos, es fácil brincarse el cerco político y empezar a poner sobre la mesa temas con hartos ángulos como son los de la vigencia del capitalismo o del sistema del Estado benefactor (en otras palabras, del Estado paternalista pero civilizado). No tardará en brincar otro desde su silla y con voz airada y mirada torva proferirá condenas sin cuartel advirtiendo que el problema no son las ideologías o los modelos económicos sino los políticos corruptos que los instrumentan. Se sigue que la conversación llegada a este punto quedará en ralentí y degenerará en argumentaciones filosóficas sin sustento y reclamos religiosos vanos que nos llevarán inevitablemente a la consulta de ese almanaque mentiroso llamado Google, todo con el afán de dirimir estos esotéricos callejones sin salida que, para las alturas del partido y el estado de ánimo de los presentes, son de plano infranqueables. Hasta que alguien, más cuerdo que los demás por haber mezclado sus cubas con sendas tazas de café, dirá en tono melancólico: “lo que nos falta es educación, sin educación no hay forma de arreglar nada”. Dicho esto, se hace El Silencio. No es ese silencio sepulcral que usted imaginó, porque no falta aquel al que se le salga un eructo o ese otro al que se le ocurre pedir otra copa “para pensar mejor”. Después de fugaces cruces de miradas, quedan todos conformes haciendo repetidos gestos de aprobación con sus cabezas y acto seguido declaran la reunión disuelta.

Al día siguiente, la mayoría han olvidado que la noche anterior estuvieron a poco de arreglar el mundo. Los que no olvidan, que son siempre un insignificante puñado, se les ocurre pensar cómo, de verdad, podrían arreglar el mundo a través de un mejor sistema educativo. Lo primero que encuentran al espulgarlo es algo muy parecido a esto:

No hay escuela que no se jacte de tener la mejor forma de enseñar. Todas son muy pedagógicas y disciplinadas; todas aplican la más alta tecnología y ayudan al desarrollo integral del educando; algunas tienen sistemas abiertos como el de Montessori y otras métodos cerrados y súper estrictos. En fin, todas, no me queda duda alguna, son mejores que todas las demás.

El capital humano con el que cuentan, desde el intendente más humilde hasta el maestro más avezado, es de primerísima categoría. Sus maestros —véalos usted tan bien arregladitos todos— son personas que sobresalen de forma muy aventajada en sus respectivas áreas. Afirman, poniendo sus manos al fuego, que alguno de ellos fue colaborador de la NASA, que otro fue asesor presidencial en el cuatrienio de Alvaro Obregón, y que tal otra es investigadora del MIT (¿y qué demonios hace aquí en México, dándoles de manazos a los púberes insolentes?).

Son en verdad tan buenas todas las escuelas, que se jactan de que las principales universidades (pero sólo las de paga, ojo) aceptan a sus alumnos sin necesidad de aplicarles algún examen previo. Pase directo le llaman. Y esto no sólo les da lustre a ellas; también las universidades se engalanan por medio de un viceversa casi difícil de creer al decir que sólo aceptan alumnos de tal o cual escuela de renombre.

Y llegado hasta aquí el análisis, se descubre que hay una falla involuntaria, una grieta que se abre como un precipicio cuando a la institución se le ocurre presumir sus ilustres egresados.

Yo fui a una escuela preparatoria a la que le gusta mucho presumir de sus egresados. Si le da la oportunidad, le plantará de inmediato en la cara una larga lista de alumnos sólo dignos de la mejor escuela. En ella encontramos nombres que sí provocan el orgullo de los propios y la envidia de los extraños, nada más vea usted: Carlos Fuentes, Jorge Ibargüengoitia, Germán Dehesa, José Emilio Pacheco, Alfonso Cuarón (ese malagradecido del Oscar) y Roberto Gómez Bolaños (sí, Chespirito). Sin embargo, más pronto que tarde nos damos cuenta de que los políticos ramplones, actores de segunda y hasta agrios comentaristas deportivos, cuyos nombres prefiero omitir, son los que más abundan en esta lista. Es inevitable que al verla desde una conveniente distancia uno entienda por qué el mundo, después de todo, no funcione tan bien como sus escuelas dicen que funcionan.

Yo sé que a muchos de mis compañeros les saldrán ronchas después de leído esto. Les pido que se calmen y generosamente me perdonen, y además los invito a que me sigan leyendo el próximo miércoles en punto de las 8 de la noche, aquí, en De la tierra nacida sombra.


El cuatro ojos que ya no quería – El mundo desde mi bici XCVI

Imagen de: 1papacaio.com.br

Imagen de: 1papacaio.com.br

Soy cuatro ojos desde los 12 años. Antes de que eso ocurriera, había sido un niño feliz. Fue un maestro el que se dio cuenta de que no veía más allá de mi pupitre. En cuanto pudo le habló a mi madre y le explicó que con toda seguridad mi pobre desempeño escolar se debía a esta simple razón.

Admito que fue muy emocionante saber que iba a usar anteojos. En los años 70 usar anteojos era de lo más cool; hasta Steve Austin, con todo y ojo biónico, los utilizaba y Puncharello, es decir Erik Estrada, usaba unos Ray-Ban que todo el mundo quería tener. Como soy bastante distraído, no me fijé que los lentes que llevaban puestos estos personajes eran para el sol. De esto me di cuenta poco antes de ir con el optometrista. Estando ahí le pregunté al amable señor si podía hacerme unos lentes oscuros graduados. Mi mamá sin chistar se opuso. Lo más que pude conseguir fue un remedo de Ray-Ban con lentes de transición: de esos que se oscurecen con el sol y se aclaran en la oscuridad.

Pasaron dos semanas para que me entregaran mis anteojos y a mí no me quedaban uñas de la emoción y la ansiedad. Cuando los pasé a recoger y finalmente me los puse me decepcioné muchísimo. Los lentes no eran ni claros ni oscuros. Su color era gris deslavado, como si los hubieran rociado con ácido clorhídrico. Ni se oscurecían ni se aclaraban como yo había imaginado. Ese color combinado con el brillante cromo del armazón y mi nariz un poco ancha me daban un aire… policíaco, pero no como policía Erik Estrada, sino como policía de los de por aquí.

Al menos esos no tan atractivos anteojos me mostraron que el mundo no era tan infame como creía. Podía ver los cables de luz, allá arriba, en el cielo; la textura del asfalto, los hoyos en las banquetas y las popós de los perros que cobijaban los hoyos de las banquetas. Creo que nunca en mi vida había visto con tanta claridad.

Al llegar por primera vez a clases con mis flamantes anteojos, mis compañeros inmediatamente me rodearon, me los quitaron de la cara y los inspeccionaron como si de una roca lunar se tratara. Dos compañeros que eran veteranos en el arte de portar lentes, me recibieron complacidos al “club” de los cuatro ojos. Uno de ellos me advirtió no sin sorna: “Ni te emociones tanto que te los vas a tener que quitar cuando juguemos futbol en el recreo”.

Como había previsto, con todo y lentes mis calificaciones no subieron, pero de que ya podía ver el pizarrón de eso ni duda cabía.

Usar lentes no sólo es cambiar de look, significa convertirte en otra persona. De haber sido un niño como cualquier otro, me convertí en esos a los que se les considera  aplicados. Los maestros y las personas mayores te respetan más, y tus amigos, cada vez que pueden, se burlan de ti.

Treinta y ocho años he tenido que usar esa prótesis; porque eso es lo que es: unas muletas ópticas que sin ellas no podría andar solo por la ciudad y mucho menos en bici. Hace dos semanas me harté de ser cuatro ojos, de cargar con esa prótesis facial para todos lados, de que las personas con las que trabajo me llamaran a mis espaldas Gepeto y de que las señoras de edad me preguntaran cuántos nietos tenía. Fui entonces a la óptica y me mandé hacer unos lentes de contacto. Al fin me desharía de esos anteojos.

Recogí mis lentes de contacto la semana pasada y de golpe y porrazo descubrí otra vez que el mundo en el que vivo en verdad es distinto al que habitaba. Con estos lentes veo en calidad Blu-Ray. Valgan, para ilustrar, estos ejemplos: pude ver las amígdalas de una señora cuando bostezó y que estaba a media cuadra de distancia; también vi los pequeños bichitos que corren presurosos entre las grietas de las aceras y no le quiero decir qué más puedo ver porque entonces usted no me querrá ver ni en pintura.

Una sola y pequeña tragedia: tengo vista cansada y ahora resulta que necesito anteojos para ver de cerca. Parece ser que lo de Gepeto no se me va a quitar.