El mal karma – El mundo desde mi bici CXXVI

Si es difícil explicarnos a nosotros mismos las cosas que nos suceden, lo es aún más explicar las cosas que a otros les pasan. No sé por qué a veces me convierto en vocero oficial de algún credo en el que no creo y que por supuesto mucho menos practico, como por ejemplo el hinduismo, o ese hijo bastardo y reformista que le siguió, el budismo.

He querido justificar —sin eficacia— esta inusual conducta desde distintos ángulos.

Tal vez, en lo más profundo de mi ser habita una persona muy tolerante y afable que de repente aflora sin aviso previo y que gusta de manifestarse a través de actividades de lo más absurdas. Quizá me gusta jugar el papel de abogado del diablo, haciendo uso de mis facultades innatas para practicar el muchas veces nada sutil deporte de la polémica, permitiéndome defender así causas perdidas o francamente indefendibles. Es más probable que esto se deba a mi inflexible afán por fijar con claridad el significado de ciertos conceptos de nuestro idioma y que la mayoría de las personas toma con un significado erróneo.

Uno de esos conceptos que me horadan el intelecto es el significado de la palabra karma. Para muchos de nosotros, personas occidentales de cortas miras para reconocer  a la trascendencia cuando la tenemos de frente, el karma es sinónimo de castigo divino que se obtiene con justeza debido a la comisión, con o sin flagrancia, de un pecado, de preferencia capital. Esta mala interpretación está a todas luces contaminada por conceptos provenientes de nuestra ancestral cultura judeocristiana.

En realidad karma es el nombre que los indios (que antes conocíamos como hindúes) le dieron al fenómeno que la ciencia conoce como el principio de la causa y el efecto y que Newton archivó en su Philosophiae naturalis bajo el número tres de su top three laws de todos los tiempos.

La causa y el efecto siempre han existido en este universo entrópico que nos tocó vivir. Sin embargo, ha sido hasta sólo recientemente que han cobrado una especial importancia.

El estado de la economía actual, carcomida por las ansias de la globalización, es un ejemplo palpable.

Si a alguien en Seki, Azerbaiján, se le ocurre enterrar un pequeño tesoro, es muy probable que el precio del oro en México suba a máximos históricos. Si a un canadiense se le ocurre enterrar un popote en el Polo Norte, el precio del petróleo se irá al suelo.

Este hipersensible “equilibrio” económico ha engendrado a una nueva aristocracia —también de alcance mundial— que se ha enriquecido aprovechando las nuevas reglas del juego. Esta aristocracia es la que nos ha dado los gadgets, las redes sociales, el internet y las comunicaciones que en la actualidad “disfrutamos” a todo lo que da. Estos milmillonarios de nuevo cuño lo compran todo; algunos inclusive, distraídos por el calor del momento, se han atrevido hasta a comprar equipos de futbol.

Es verdad que los deportes ejercen su hipnótica influencia en todo aquel que tenga un poco más de dinero que lo normal. Tal vez invertir en ellos dé un lustre que no se logra obtener a través de los negocios usuales, tan aburridos y ordinarios. El común denominador es que un empresario, digamos uno que venda productos de consumo al por menor, produzca, debido a su tremendo éxito, importantes excedentes de efectivo y decida invertirlos en un equipo, en una escudería o en la carrera de una promesa del boxeo. Después de varios fracasos y varios millones perdidos, el empresario decide vender su franquicia a otro empresario que, como él, no tiene idea siquiera de lo que está comprando. Y esto pasa tanto en Rusia como en Guadalajara.

La excepción a esta regla es la de Sir Bernie Ecclestone. Este magnate octogenario, que se da el lujo de presumir una melena a lo Beatle, se ha servido del deporte para enriquecerse hasta la saciedad. Su modesto negocio, la Fórmula 1.

La historia cuenta que el otrora distribuidor de coches inglés se hizo de los derechos de televisión de esta categoría a cambio de tres chelines y dos peniques. Hoy en día, el señor Ecclestone no sólo goza de exhorbitantes regalías, también se da el lujo de dirigir como dictador la máxima categoría de carreras de autos, convirtiendo a la FIA en sólo un lindo logotipo apropiado para decorar diplomas y trofeos.

Debido al control omnipotente de este vasto monopolio, es lógico esperarse que los costos y precios de este espectáculo se hayan elevado a niveles que sólo la nueva aristocracia, ésa de la que hablábamos hace un momento, puede pagar.

Es tan caro asistir al gran premio mexicano, que sale más barato ir a la playa, todos los gastos pagados, y ver la susodicha competencia desde la comodidad de un camastro a la orilla del mar, acompañado de una cerveza bien muerta, la involuntaria compañía de más de dos rubias y la suave y cálida brisa.

Benditos sean el mal karma y la nueva aristocracia.

 

Nos leemos aquí, con expectativas de futura playa y consecuente bronceado, el próximo miércoles en punto de las 8 de la noche.

Acerca de Enrique Boeneker

Soy aficionado a una bola de cosas. Peco, es verdad, de disperso. Ésta es una más de entre todas mis aficiones. Ver todas las entradas de Enrique Boeneker

8 respuesta a «El mal karma – El mundo desde mi bici CXXVI»

  • Erika Boeneker Méndez

    En cuanto llegué a casa, vi mi celular y no encontré mi lectura favorita de todos los miércoles. Por fin la encontré. ¿Tenemos los mexicanos buen karma?
    Eso sí, no podremos comprar nuestros boletos para ver el Gran Premio de la F1, pero sí iremos a la playa y tomaremos nuestra cerveza o una exquisita piña colada. ¿Qué les parece?
    Como siempre disfruto estas excelentes lecturas «El Mundo desde mi Bici»

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  • Veronica

    ¡Caray! Ahora lo tengo claro. ¡Todo es culpa, responsabilidad y consecuencia de ese bichito llamado karma. ¿No hay vacuna? Me apunto para inoculármela. 😉
    Un abrazo, Enrique.

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    • Enrique Boeneker

      ¡Hola, Veronikarmática!
      Científicos de Princeton, Oxford y de la Universidad de Nueva Delhi están trabajando en una vacuna, pero parece ser que los efectos secundarios tienen implicaciones enormes por lo nefastas. Aún así, siguen intentándolo.
      Abrazo de vuelta.

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  • Borgeano

    ¡Estimadísimo Enrique! Para empezar, debo decir que me da mucho gusto volver a estar aquí ¿Por cuánto tiempo será? Eso no lo sabe ni el diablo; así que aprovechemos la ocasión. Los dos temas que toca hoy, casualmente, me atraen. Pero al igual que usted, los tomo con cierta libertad y hasta diría cierta displicencia. El tema del karma está tan vapuleado por las mediatización informática que bien poco le han dejado de su sentido original. El de la Fórmula 1 (uno de los dos deportes que sigo, al menos hasta cierto punto), también me han obligado a tomarlo con pinzas. Lamentablemente queda poco en él de competencia y mucho, demasiado, de negocio. Cuando me enteré de que éste año habría una fecha en México, me alegré, ya que soñé con la posibilidad de asistir (si es que el mentado diablo no mete la cola y para esas fechas estoy, no sé, digamos en Alaska); pero como bien aclara, lejana nos han dejado la boletería. Por suerte, aunque atractivo, el show no es un producto de primera necesidad, como los libros y los cigarros. Habrás que seguir viviendo por los carriles habituales. Si llegué a los cincuenta sin haber asistido nunca a una de esas competencias, bien puedo pasar otros cincuenta sin ella.
    Un fuerte abrazo.

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    • Enrique Boeneker

      ¡Hola, Borgeano!
      ¡De veras es un gusto tenerte otra vez por estos rumbos! Te propongo algo mejor. Cuando andes por tierras no dejes de avisarme, me daría mucho gusto conocerte en persona e invitarte aunque sea una buena cena.
      ¡Un abrazo fuerte y contento!

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      • Borgeano

        Pues nada me gustaría más que compartir una buena charla contigo Enrique; así que queda agendada la cita. Por el momento estoy «afincado» en Morelia (creo que tú eres de la capital ¿no?); pero mi intención es, en la medida de lo posible, recorrer un poco este maravilloso país. Así que «ahí nos vemos».
        Un fuerte abrazo.

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      • Enrique Boeneker

        Sí, Borgeano. Soy del DF y no me he podido escapar de él. Cuando vengas por estos rumbos no dejes de avisar. ¡Saludos!

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